18 ago 2018

Isabel Allende



Los últimos han sido años duros para Isabel Allende (Lima, 1942). Al final de su relación con Willie Gordon, su compañero durante casi tres décadas, se sumó la pérdida de grandes amigos como su agente, Carmen Balcells. Pero la chilena, la escritora viva más leída en español, se rehizo una vez más y salió del túnel. Lo hizo, en parte, gracias a la literatura, elemento exorcizador de miedos y demonios que ama como a su propia vida. El resultado es «Más allá del invierno» (Plaza & Janés), la novela número veintitrés de su nómina, que estos días presenta en Madrid coincidiendo con la Feria del Libro, donde el jueves firmará ejemplares. 

 ¿Es cierto, como dicen sus editores, que esta es su novela más personal?

No sé por qué dicen eso, tal vez porque sienten que me parezco a Lucía Maraz, una de las protagonistas, pero todas mis novelas son más o menos personales, porque en cada una de ellas hay algo que me ha pasado en la vida.  Pese a que en la Navidad de 2015 aún no tenía nada en mente, mantuvo la fecha del 8 de enero, como siempre, para comenzar la novela.

 ¿Esa disciplina suya favorece la inspiración?

Yo no espero la inspiración. Hay un elemento, sin duda, que es de disciplina, mucho más que de inspiración. No tenía ningún tema el 25 de diciembre del año anterior, pero sabía que el 8 de enero tenía que sentarme a escribir. ¿Sí o sí? Sí o sí. Pero si no tengo tema para escribir una novela, siempre hay tema para escribir no ficción. 

¿Y sobre qué tema de no ficción se hubiera puesto a escribir? 

Habría escrito sobre la vejez, desde la perspectiva de hoy. Porque mi vejez es muy diferente a la de mi madre y a la de mi abuela. Voy a cumplir 75 años, me siento llena de energía, para trabajar, para enamorarme, para vivir en el mundo, para correr riesgos, para todo. 

 ¿Por qué su vejez es distinta de la de su madre? 

 Porque tengo más salud, más libertad, más recursos, más experiencia, estoy más en el mundo, tengo menos miedo, no dependo de nadie. Tengo un entrenamiento para la libertad. 

¿Eso hace que no tema a la vejez? 

 Yo no le tengo miedo a la vejez. Tengo miedo a la decrepitud y espero no llegar a ella, espero morirme antes, no quiero llegar a ser dependiente. 

¿Y le teme a la muerte?

No, nada. Después de que se me murió mi hija se me quitó el miedo para siempre. En agosto cumplirá 75 años. Esta es su novela número 23, ha vendido casi 70 millones de ejemplares en todo el mundo y hace 35 años que publicó «La casa de los espíritus».

¿Qué le sugieren todas esas cifras?

Son números. Uno vive en un círculo muy pequeño, que es el de tu familia, tus amigos, tú misma… Esa es mi vida, y luego hay círculos externos, cada vez más lejanos, que constituyen eso que se podría llamar el éxito que he tenido con la literatura, pero que no afecta en lo personal para nada. Es cierto que ahora tengo muchos más recursos económicos, porque he sido muy pobre. Pero yo no vivo como rica, porque no me interesa. Cuando me da las cifras, es como si fuera otra persona. 

Con 70 millones de libros vendidos, debería tener 70 millones de dólares en alguna parte…
 ¿dónde están? (ríe).

 Al cementerio no te vas a llevar nada, lo único que puedes dejar atrás es la gente que te conoció y que te quiso. Y el buen recuerdo que deje. Pero la memoria es muy corta, muy poca gente trasciende. 

Eso a nivel personal. Pero, a nivel literario, ¿qué hay de la trascendencia? 

 No tengo ningún interés en eso, yo voy a estar muerta, me da lo mismo. La novela arranca con una cita de Camus, que al final pone también en boca de Richard, otro de los protagonistas. Usted ha pasado un periodo duro, en estos últimos años. 

¿Le ha pasado como a Richard, que en medio del invierno aprendió, por fin, que había en usted un verano infinito? 

 No lo aprendí, porque siempre lo supe. Me ha pasado de todo en la vida: exilio, divorcios, la muerte de mi hija… Y siempre he tenido la capacidad de ver lo positivo, que está a la vuelta de la esquina. Cuando murió Paulita fue el peor momento de mi vida. No estaba deprimida, pero sí muy triste, tan triste que estaba paralizada. Mi mamá me dijo: «Este duelo es un largo túnel oscuro que vas a tener que caminar sola, lágrima a lágrima. Lo único que te puedo decir es que sigas caminando, porque al final hay luz». En ese momento era difícil pensar que pudiera haber luz, alegría, risa, y ese túnel parecía un invierno interminable. Sin embargo, cuando empecé a escribir el libro de «Paula», a medida que escribía, iba viendo la luz. Porque la vida seguía su curso. Seguía su curso, y yo no me encerré en esa tristeza, sino que seguí caminando y vi la luz al final. Nunca he perdido esa imagen del túnel. 

Evelyn, la tercera protagonista en discordia de la novela, es una inmigrante ilegal que reside en Nueva York. Aunque la acción transcurre cuando Trump aún no había ganado las elecciones, sí se siente en el relato ese clima de rechazo contra los latinos desencadenado por la campaña del actual presidente. 

¿Cómo se siente usted ahora en EE.UU, después de casi treinta años viviendo allá?

Furiosa, absolutamente furiosa, porque veo que Estados Unidos está perdiendo su posición en el mundo, se está convirtiendo en un país intolerable, imposible. Donald Trump representa a una parte de los Estados Unidos que siempre ha existido. En toda sociedad existe una parte de la población fascista, nacionalista. Pero esa no es la mayoría de Estados Unidos. Que él nos represente me tiene furiosa, pero no inactiva. Este es el tiempo de la resistencia y el activismo, hay que ponerse las pilas. 

¿Se ha llegado a plantear la posibilidad de marcharse de Estados Unidos? 

 Sí, claro que sí. Si llega un momento en el que siento que la situación es intolerable, me voy a volver a Chile. Yo sigo siendo ciudadana chilena. Por lo menos allá tengo a mi mamá y a mi padrastro. Pero yo creo que no es el tiempo de irse, es el tiempo de luchar. Si llega el momento en que el país se convierte en una Alemania nazi… habrá que salir. Pero no estamos ahí todavía. Es curioso, porque yo creo que la fuerza de Estados Unidos reside en que es un país de inmigrantes, precisamente. Por supuesto, desde su fundación. Lo que sucede es que ahora estamos viendo que el sueño americano, lejos de ser una quimera, es más bien una mentira. Ahora sí, porque la situación es mucho más difícil. Tiene mucho que ver la globalización, y el hecho de que vivimos en otra época, en la que hay menos espacio. Antes, cualquiera podía hacerse rico en Estados Unidos con trabajo; eso ya no es así. 

Volviendo a la literatura, tengo la sensación de que, ahora que se han cumplido cincuenta años de «Cien años de soledad» o los treinta y cinco que decíamos de «La casa de los espíritus», ya no hay novelas como esas. Es que vivimos un tiempo muy apurado, la gente ya no está acostumbrada a leer novelones. 

Los libros cada vez son más cortos, porque la gente no tiene tiempo de leer. Por cierto, ¿cree que está asegurado el futuro de las letras latinoamericanas con las nuevas generaciones de escritores que están surgiendo?

Claro que sí. La literatura ha cambiado, ya nadie escribe esos libros barrocos, llenos de adjetivos, con frases eternas. La literatura es mucho más urbana, menos politizada, está influida por el cine, por la tecnología, por las drogas y por este mundo globalizado en que vivimos. Pero hay gente que está escribiendo muy bien. Pero ellos tienen a sus espaldas una herencia muy pesada. Se sacudieron la herencia. Nadie quiere escribir como los grandes del «boom». No quieren ser ni siquiera comparados. Les hablas de realismo mágico a los jóvenes de hoy y vomitan. Ya no calza con el tiempo en que vivimos. 

Es necesario un nuevo realismo. 
Y es lo que están haciendo.



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Eva Luna.